jueves, 3 de diciembre de 2009

Seguridad, Garantias y Exclusión Social

Por Profesor José Sáez Capel

UBA. - UNP.
saezcapel@hotmail.com

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SENSACIÓN DE INSEGURIDAD: UN PELIGRO AUTORITARIO PARA LA REPUBLICA

La seguridad ¡tema de moda si lo hay!, cuando la población se ve aunada por una sensación de inseguridad permanente que le hace reclamar mano dura y más presencia policial o recurrir, conforme a sus ingresos, a seguridad privada, a más de colocar alarmas electrónica o adquirir armas de fuego, para su defensa.

Pero sigue pendiente el gran debate sobre las verdaderas causas sociales de la inseguridad, al igual que las institucionales, con policías provinciales que aumentan su poder y a la vez controlan al delito con pactos espurios o metiendo balas, como quería un otrora candidato a gobernador, todo ello en un contexto de miedo y de negociaciones incompatibles con la función pública, de las que también se beneficiaría parte del sistema político, que nada hace para atacar el problema de fondo.

Cada día los medios de comunicación nos invitan a reflexionar sobre los peligros de vivir en sociedad; la violencia es un término omnipresente como violencia doméstica, crímenes violentos, violencia sexual, violencia juvenil, entre otras. Ante ello, la opinión pública y la clase política reaccionan demandando y ofreciendo seguridad, respectivamente.

Esta sensación de miedo se percibe, en primer lugar como amenaza a la integridad física en forma de homicidio, robo, secuestro y en segundo lugar pone en peligro las condiciones materiales de vida. De tal forma que este miedo a una amenaza real o imaginaria aparece como la punta de un iceberg.

Pero lo que no se tiene presente es que, el autoritarismo ha generado en América Latina y el Caribe una “cultura del miedo”–termino que GUILLERMO O´DONNEL[i] acuñara-- una violación masiva a los derechos humanos, donde se ha vivido su impronta bajo esa cultura del miedo, esta herencia persiste aunque han desaparecido los regímenes autoritarios. Al respecto llama la atención la encuesta que, en plena dictadura pinochetista efectuara la FLACSO, donde se daba la paradoja que, a fines del año 1986, en pleno estado de sitio, la población santiaguina tenía muchísimo más miedo del aumento de la delincuencia y del uso de drogas que a un aumento a la represión. La criminalidad era allí percibida como una amenaza incluso mayor que la desocupación y la inflación, siendo que en esa encuesta, la situación económica es nombrada como el principal problema de Chile [ii].

Lo que podemos colegir es que la sensación de inseguridad, como miedo al delito, no es más que un modo de concebir y expresar otros miedos silenciados: miedo no sólo a la muerte, sino también y probablemente, ante todo, miedo a una vida sin sentido, despojada de raíces, desprovista de futuro. Es precisamente sobre este tipo de miedos ocultos, que cada uno tuvo que pagar para seguir viviendo, que se asienta el poder autoritario [iii].

Pero es función del segmento académico mostrar la magnitud de lo que sobre el problema se ignora, como así también la utilización política que los totalitarismos en cierne, han hecho en la historia del Siglo XX, de los miedos y requerimientos de seguridad, no debemos olvidar los reclamos en tal sentido el Portugal de OLIVEIRA SALAZAR, en el Madrid de MIGUEL PRIMO DE RIVERA (1922) y por supuesto, el conocido síndrome de Weimar, en que los socialdemócratas hicieron concesiones a la reacción y al autoritarismo.

Ello por cuanto la opinión pública carece de los instrumentos necesarios para analizar las complejas características del fenómeno y tampoco puede, como es obvio, poner en práctica soluciones adecuadas. En estas circunstancias, sólo puede hacer una cosa: alarmarse, sentirse insegura. Por su parte, el debate político se agota en el recurso a los medios policiales. Mientras la derecha tiende a la privatización de los servicios de seguridad, el discurso de la izquierda pone el acento en la función pública de la policía.

Pero desde una perspectiva histórica, es menester entender que la violación sistemática que se ha hecho en de los derechos humanos en nuestra América Latina, no debe hacernos olvidar que bastos sectores de la población recibieron, sino con entusiasmo al menos con alivio, la instauración de regímenes que prometían ley y orden, lo que no se debe explicar por una cultura autoritaria de la región, sino de una opinión calculada en donde las dictaduras, como la nuestra (1976/83), han aparecido como males necesarios o males menores ante la incertidumbre por periodos de cambios o movilizaciones sociales[iv].

Lo que debemos tener en claro, es que los totalitarismo responden a los miedos, apropiándose de ellos, ideologizándolos. Hacen una resignificación cuasiteológica de ellos, borrando las amenazas reales, transformándolos en fuerzas del mal, como el caos, el delito, la droga, el comunismo y el terrorismo.

En la Edad Media, la Iglesia obraba en forma semejante cuando se apropiaba del miedo a la peste, las brujas o el diablo. En otras palabras, el martillo de las brujas y la emergencia penal, a la que nos tiene acostumbrados RAÚL ZAFFARONI. De esta forma, cuando la sociedad internaliza el miedo reflejado en la inseguridad que le devuelve el poder, sin necesidad de lavados de cerebro ni adoctrinamiento, la penetración es imperceptible, basta con trabajar los miedos, en otras palabras, demonizar los peligros de forma tal que sean inasibles.

Por cierto, hoy no es el miedo al pecado, pero el principio operante sigue siendo el mismo, consiste en agregar el miedo a la culpabilidad, característica de los estados totalitarios que instrumentalizan los miedos de los ciudadanos, induciéndolos a sentirse culpables de ellos.

De tal forma ante reclamos en que se propugna un mayor endurecimiento de las penas, me permito señalar que autores hay que sugieren una aproximación convincente al fenómeno de la inflación de la penalidad como signo de la crisis de la democracia representativa y de la irrupción prepotente de una llamada democracia de opinión en la que se exalta la percepción emocional del sujeto a sus emociones más elementales: temor y rencor[v].

Así este nuevo (¿?) discurso político tiende una vez más, a articularse sobre esas emociones, de las cuales, el sistema jurídico penal está en condiciones de dar sólo explicación en su función de producción simbólica de significado a través del sistema de imputación de responsabilidad.

Pero, aquello sobre lo que no se ha reflexionado suficientemente, es sobre las precondiciones materiales que han tornado posible este proceso de emergencia de una demanda de penalidad “así como quiere cierta opinión pública”, a la cual de algún modo el sistema político pareciera constreñido a querer dar alguna respuesta, por inconsistente e ineficiente que ella sea.

De esta forma se domestica a la sociedad, se empuja al ciudadano a un estado infantil y el sometimiento autoinfringido conlleva como contrapartida, la sacralización del poder como instancia superadora, sustituyendo la participación política por soluciones mágicas.

Por eso, debe dejarse de pensar en erradicar los síntomas y, en vez de ello, actuar directamente sobre las causas del problema. Esto es mucho más difícil, menos rentable políticamente y, sobre todo más caro. Sin embargo contamos en nuestro país, con un grupo de expertos que vienen analizando las causas[vi], efectuando certeros diagnósticos y proponiendo tratamientos para su solución. Cierto es que a corto plazo seguiremos viendo lo mismo que ahora, pero el partido político que tenga la sensibilidad de diseñar y mantener un plan global para abordar las causas del delito violento, habrá dado en el clavo.

Para ello basta con recordar que el gravísimo problema de la asociación entre delincuencia y drogadicción, que presentaba España durante los ‘80 del siglo pasado, no se mitigó con el endurecimiento de las penas, sino con una política asistencial para los drogodependientes, y con políticas de información y educación públicas para adolescentes con riesgo de serlo. Claro que estas medidas son caras, pero la inversión pública en la prevención y tratamiento de las causas del delito es un capital con un destino altamente rentable que a mediano plazo sale más barato.

No se trata de poner policías en todas partes. Si hay causas para que haya violencia, ésta se producirá igualmente, ya sea dentro o fuera de los lugares públicos; pero además debemos reflexionar sobre a dónde nos lleva una política de seguridad ciudadana como la que parece imponerse en los últimos tiempos, a la que acertadamente refiere D´ALESSIO[vii] en reciente artículo.

Las políticas de “ley y orden” y “zero tolerance” se inscriben por lo tanto en el interior de un horizonte miope de reproposición de viejas recetas a estos problemas, en ausencia de difuso riesgos criminales con el instrumento de una penalidad difusa. Pero el atajo represivo rápidamente se mostrará ilusorio: en cuanto se puedan elevar las tasas de encarcelamiento y penalidad ellas se demostrarán inadecuadas. De ahí que el riesgo que la penalidad huya progresivamente de todo finalismo utilitarista racional, para celebrarse únicamente de una dinámica expresiva y devenir por tanto, desmesurada. Un exceso de penalidad, en un primer momento frente a un exceso de criminalidad; una penalidad simbólica (como la de muerte o de cincuenta años de restricción de libertad, por demás draconianas) en una segunda fase, frente a la amarga constatación de que más penalidad no produce mayor seguridad frente a la criminalidad[viii].

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Tal las políticas del Manhattan Institute, que en los ´90 lanzó un número especial de su revista City con una campaña acerca de la inviolabilidad de los espacios públicos y que el luchar contra los pequeños desórdenes, propios de las clases pobres, se obliga a retroceder las “patologías criminales”. Pese a no haber sido probado empíricamente, fue adoptado por el otrora alcalde de New York, RUDOLH GIULIANI y su jefe de policía WILLIAMS BRATTON; tuvo sólo como objeto aplacar el miedo de las clases media y alta, precisamente las que allí voluntariamente votan, haciendo de ello un permanente hostigamiento a los pobres en los espacios públicos, interviniendo las fuerzas policiales, como hoy pretende la Legislatura porteña, en problemas menores como la ebriedad, los ruidos molestos, atentados a las costumbres y otros comportamientos antisociales vinculados a los sin techo. A esa política se le atribuyó la disminución de3 la criminalidad en “la gran manzana”, disimulando que su retroceso había comenzado tres años antes y que igual se registró en otras ciudades de los Estados Unidos, que no aplicaron esa política.

La seguridad dirigida y controlada es falsa seguridad. Los espacios públicos serán vitrinas flanqueadas con guardianes que deberán impedir que el otro desate su violencia latente, de forma que el paisaje urbano puede llegar a ser muy distinto del actual si la ideología de la seguridad se lleva a tal extremo. Lo que cabría discutir entonces es si convendría que cada comunidad de vecinos, cada urbanización o asociación comercial tuviera su propia agencia privada de vigilancia, patrullando y controlando quien entra y sale del correspondiente recinto, y como un gueto de ricos, cercado con vallas y protegido con alarmas y cámaras de video a semejanza de algunos lugares de Brasil o de adverso si debemos aumentar el presupuesto para mejor equipar y pagar a una mejor y más preparada policía.

Hace varios años, se ha empezado a expandir por Europa (y un tiempo más tarde llegó a estas playas) uno de esos pánicos morales capaces de influir en las políticas públicas y rediseñar la fisonomía de las sociedades, su objeto aparente es la delincuencia de los “jóvenes”, la violencia urbana y los desórdenes que tendían origen en “barrios sensibles” (nuestras villas miserias) y sus habitantes, culpables de haberse caído del mundo y de la civilización. La significación de estos términos resulta tan difusa como la significación de los fenómenos que supuestamente designan..

Se trata de políticas procedentes de Estados Unidos, sobre el crimen, la violencia, la justicia y la desigualdad que generaron el debate en Europa y debe su poder de convicción a la omnipresencia y prestigio de sus propagandistas[ix], tales como el Adam Smith Institute y el Institute of Economic Affair (IEA) tradicionales difusores de las ideas neoliberales en materia económica y social, que en la práctica adoptó el gobierno conservado de JOHN MAJOR y hoy continúa el laborismo de ANTHONY BLAIR.

Y no precisamente, como señala DIEZ RIPOLLES[x], por que exista un desconcierto entre una presunta inadecuación del modelo garantista para enfrentarse a la realidad normativa y político criminal actual, sino, porque una vez más el Derecho penal, el servicio de justicia y las etiquetas criminológicas se utilizan para diferenciar entre los “incluidos” y los “extraños a la comunidad”, el proletariado de la delincuencia de VON LISZT, una clase de personas sobre los que la experiencia histórica demuestra que están permitidos toda clase de abusos; lo que GÜNTHER JACOBS[xi] ha dado en llamar el Derecho penal del ciudadano versus el Derecho penal del enemigo.

También, tenemos que preguntarnos si estamos dispuestos a renunciar a determinados espacios de libertad (en forma de derechos frente a pretensiones de intervención estatales) a favor de una mayor seguridad. Quien pretenda estar completamente seguro y a salvo, deberá aceptar que las fuerzas de orden público sospechen hasta de él, sin olvidar que, a mayor seguridad siempre existe menor libertad.

Por cierto, hay que distinguir los problemas, no podemos meter en la misma bolsa fenómenos tan diversos como la delincuencia juvenil[xii], la asociada a la marginalidad, los psicópatas, los maníacos sexuales y la criminalidad de cuello blanco. Cada uno de estos ámbitos tiene unas características específicas, por lo que la intervención en ellos debe ser diferente.

Los casos de violencia juvenil debemos analizarlos empezando por preguntarnos qué sucede con los adolescentes no escolarizados, sin trabajo ni posibilidades de integración a la vista. Las bandas juveniles son, frecuentemente, un mecanismo de identificación que aúna a un grupo de jóvenes sin rumbo, haciéndolos fuertes. Otras veces, los menores que las integran no son más que otras víctimas de mayores que organizan ejércitos de marginalidad para alcanzar con mayor impunidad para sus fines delictivos como el tráfico de drogas, de armas o la explotación de la prostitución ajena.

Pero lo que no debe hacerse es bajar la edad de imputabilidad, no dudo que estamos en presencia de un intenso debate doctrinal y político, ante quienes apuestan a los catorce años como límite con invocación de razones preventivo generales y del otro lado quienes atendemos sobre todo a razones preventivo especiales que indican la necesidad de no someter a tratamiento carcelario a los jóvenes y, cobre todo que la mayoría de edad penal no debe distanciarse de lo establecido en la Convención de los Derechos del Niño, ratificada por la República y que desde 1994 incorporada por el art. 75 inc. 22 de la CN.

Si analizamos debidamente el fundamento de no bajar la edad en esta cláusula de exclusión de la imputabilidad, es porque se percibe el carácter relativo y dialéctico de la culpabilidad penal [xiii]. Cierto es que muchas personas consideran que un niño de 14 años tiene capacidad para distinguir si lo que hace está bien o mal, y hay quienes reconocen que así es, pues el Estado mediante la educación pública , es el encargado de que ellos accedan al nivel mínimo de educación o lo que es los mismo, de socialización. Pero esto no alcanza para que esos jóvenes reúna las condiciones para que se les atribuya el carácter de culpables, por más que parte de la sociedad concurra en actos de fe, portando velas, en una actitud cuanto menos llamativa, que ya en sus trabajos de 1920/22, SIGMUND FROID[xiv] estudiara.

Aquellos tienen una actitud esquizoide, haciendo que una de sus propias partes en conflicto , la juventud, adquiera las características de todo lo malo, pretendiendo reprimir a los jóvenes, en aras de ciertas estadísticas, con una severidad y violencia que sólo habrá de engendrar un distanciamiento mayor y una agravación de los conflictos, incluso con el desarrollo de grupos marginales, más y más anormales, como las conocidas “maras” hondureñas, que en última instancia implican una autodestrucción suicida de la sociedad[xv].

Las prohibiciones y sanciones penales tan sólo pueden fortalecer determinados modelos de conducta y propiciar la evitación de ciertas acciones, pero de ningún modo pueden soportar el peso del control de conductas que parece atribuírseles, pues como sostiene DANIEL ERBETTA[xvi], cuando no se sabe como resolver un problema, nada mejor que vender la ilusión de su solución, y para ello siempre vienen bien las reformas penales. Por cuanto, las carencias en la conformación de valores sociales, como el respeto por los demás y sus bienes, no pueden compensarse por un sistema de sanciones cuya eficacia está condicionada por el principio de la mínima limitación de la libertad posible. Debemos reconocer que la seguridad total es una utopía. Quien espere eso del Derecho penal va a verse frustrado y, además, habrá pagado el falso precio que comporta el recorte de derechos y libertades, que, una vez perdidos, no suelen recuperarse sino con dificultad.

Por lo que no es suficiente denunciar el autoritarismo y la violación a los derechos humanos y las consecuencias que ellos provocan. La cultura del miedo no es sólo su producto, sino, la condición de su perpetuación. Al producir la pérdida de los referentes colectivos, la destrucción de los horizontes de futuro, la erosión de los principios sociales acerca de lo normal, lo posible y lo deseable, el autoritarismo agudiza la necesidad vital de orden y se presenta a sí mismo como la única solución. En resumen, lo que plantea el miedo y particularmente el miedo a la inseguridad es, en definitiva, la cuestión del orden y esta es una cuestión política por excelencia.

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NOTAS.

[i] LECHNER, R. – Conferencia dictada en el seminario Culturas Urbanas, organizado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y el Ayuntamiento de Barcelona, septiembre de 1985. Publicado en La Vanguardia 26/11/85.

[ii] La encuesta efectuada por la FLACSO, en la ciudad de Santiago de Chile a fines de 1986, en pleno estado de sitio; de los 1200 entrevistados un 82% declaró haber tenido mucho miedo al aumento de delincuencia y al uso de drogas. Un 77% tenía mucho miedo al aumento de la inflación, 61% al aumento de la desocupación, y un 61% al aumento de la represión.

En la misma encuesta el 62$ de los entrevistados opinaba que la sociedad chilena requería cambios importantes y radicales, siendo los aspectos económicos los más urgentes.

[iii] Pareciera existir una similitud entre estas situaciones de miedo y las reflexiones sobre la condición postmoderna, lo que puede verse en el trabajo de JAMENSON F. – “Postmodernismo y sociedad de consumo”, en: HAI FOSTER (Editor) La postmodernidad. Barcelona. Kairós. 1985.

[iv] LECHNER, R. (1995 – 90)

[v] GARAPON, A/ SALAS D. (1996)

[vi] La sociología criminal ha verificado que a más población joven más delito (VOLD, G y otros. 1998), que a más ocio de esta población, definido como tiempo fuera de la familia y de la escuela: más delito. Que a más cantidad de desempleo más delito, correlación que sólo se da en países en vías de desarrollo pero no se da en países de altos ingresos, que aún cuentan hoy día con sistemas de estado de bienestar, con adecuados sistemas jubilatorios y seguros de desempleo (CARRANZA, E. – 1997 –30). Tampoco se toma en cuenta los cambios psicológicos que sufren los jóvenes en el periodo de la adolescencia, que no son más que el correlato de cambios corporales que los llevan a una nueva relación con sus padres y con el mundo; se trata de un periodo de contradicciones, confusión, de ambivalencia, doloroso, caracterizado por fricciones con el medio familiar y social ABERASTURI / KNOBEL, 1994 –16).

[vii] D´ALESSIO, A. J. – “La política criminal en la Argentina. Entre la razón y el miedo”. En: Revista de Derecho penal y procesal penal. Nº 0. Buenos Aires. LexisNexis, agosto 2004.

[viii] SÁEZ CAPEL, J. – “Apareció cuan cometa un nuevo Mesías de la seguridad”. En: Revista jurídica URBE et IUS. Nº 2 (2004).

[ix] BORDIEU, P. / WACQUAN, L. – « Les ruses de la raison impérialiste » En : Actes de la recherche en sciences sociales. Nº 121 –122. París. Marzo de 1998-

[x] DIEZ RIPOLLES, J. L. – (2004)

[xi] JACOBS, G. (1996 – 237; Conferencia de Berlín 1999). Este concepto del “derecho penal del enemigo” es incompatible con el Estado de derecho y al decir de FRANCISCO MUÑOZ CONDE, supone una regresión histórica a un “derecho penal de sangre y lágrimas” (conf. Artículo en El País. Madrid, enero 15 de 2003).

[xii] Reciente informe la consultora Equis de Artemio López, refiere que ha bajado la pobreza y la indigencia entre los chicos argentinos menores de 14 años, en 15 y 12 puntos respectivamente, desde el primer semestre de 2003 al primer semestre de 2004, que en aquella fecha 5.870.000 menores era pobres y 2.389.090 en la indigencia. Si a ello sumamos la relación directa existente entre la tendencia antisocial del joven y la deprivación emocional (WINNICOTT, D. W. 1998 – 148) estamos ante una bomba de tiempo.

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